Gronchas, gordas y golosas: no hay ombligo en el mundo que les caiga bien

Gronchas, gordas y golosas: no hay ombligo en el mundo que les caiga bien

“Che no es un poco de groncha caer así a un CASAMIENTO”, escribió una usuaria de Twitter sobre el vestido de Emilia Mernes –que se veía en la foto junto a Lizardo Ponce- en el casamiento de Stefi Roitman y Ricky Montaner que fue el hit del fin de semana por la cantidad de famosas. Además, Emilia fue con su novio Duki y cantaron juntos Como si no importara.

Emilia tenía un vestido asimétrico, sexy, negro, largo, con tajos y que dejaba ver su ombligo. En ese triángulo de tela sin coser está el centro del universo: el ombligo del mundo. Pero no por narcisismo, sino por ser el centro permanente de las críticas (de varones y también de otras mujeres). Si lo muestra porque lo muestra, si la suelta porque la suelta, si la panza tiene forma porque es un rollo y si es chata porque no demuestra elegancia.

Las que se embarazan y no quedan lisas, las que no se embarazan y son tildadas de egoístas, las que dan la teta y ya no quedan vistosas con la pancita sino con todo al aire y las estrías maternales también, a las que se les nota que tuvieron 9 meses de cargar a una persona y las que prefieren que su vida personal no termine en la maternidad. Todas generan una panzada de comentaros hirientes.

Todas son criticadas. Las que se cuidan y las que se animan, las que cortan tela y las que cortan chocotorta, las que sueltan la panza y se suben a la tabla de surf y las que no necesitan mucha tela para sentirse atractivas. Ser gronchas, gordas o golosas puede ser una ofensa, un boomerang que las mujeres vuelven orgullo o una palabra que se esquive porque no se quiere aceptar. Cada cual decide como se defiende y que considera un ataque.

Pero más allá de las decisiones personales no hay panza que les venga bien. Y eso muestra que el problema no es solo lo que se considere un problema –que siempre tiene rasgos de discriminación que provienen de la discriminación a las esclavas, a las pobres, a las gordas y a las que disfrutan de la comida y la sexualidad- sino que el problema es lo que viene cuando se le corta el cordón umbilical a una bebé: el ombligo de la femineidad siempre bombardeada de comentarios hirientes y miradas degradantes.

“Cuando no somos flacas, parece que directamente no calificamos como mujeres. Si sos gorda, el sistema antes de ver a una mujer ve a una gorda”. escribió Agustina Cabaleiro en el libro Te lo digo por tu bien (sobre ser gordas y ocupar espacios en libertad), de Editorial Montena. Agustina Cabaleiro muestra looks, fotos, marcas con disponibilidad de talles y hace videos y reflexiones que van de la teoría a la práctica, pero por sobre todo, y en medio de la ola de calor, reafirma que no se va a tapar ni asfixiarse porque los demás la quieran hacer sentir mal con su cuerpo. Al cuerpo se lo deja respirar y se va de frente (al mar o a la pelopincho).

“Hoy para mí sentirme bella es un acto de libertad y revolución. Porque me enseñaron que no podía serlo jamás con este cuerpo, entonces sentirlo y decirlo en voz alta me parece una rebeldía hermosa”, reafirma Agustina. Ella tiene nombre y apellido pero es todavía más conocida por su cuenta en Instagram (@onlinemami_ ) y recomienda como hacer para que todo el amor propio no sea un aleluya que se diluya ante la primera agresión en redes: “Quizás el primer paso sea perdonarnos por cómo hemos tratado a nuestro cuerpo durante años, por habernos criticado y autogenerado tanto estrés y entender que no éramos nosotras las falladas por ser gordas y por creer que eso estaba mal”.

Ella cree que la comprensión personal y, a veces, familiar (si una mamá decía “Te lo diigo por tu bien”, por ejemplo, que no use un short blanco) es un primer paso para no culparse (ni al entorno sin mala fe), pero sí saber de dónde viene el dardo envenenado: “Todo ese malestar es el resultado del funcionamiento de un sistema diseñado para que corramos siempre en esta ruedita de hámster imaginaria tras el cuerpo ideal”, sintetiza.

La ruedita de hámster no lleva a ningún lado. Pero a veces, las más dolorosas, puede sacar de espacios que dan placer o salud. Una de las vivencias más desgarradoras sobre como lastima la mirada y el murmullo ajeno es la expulsión del mundo es de Salomé Wochokolosky activista gorda, narradora y cuentista.

Su historia está en el libro Zambullida (que se puede leer de forma gratuita desde su Instagram), editado autogestivamente y con ilustración de tapa de Malena Fernández (@Hexico). “A los doce años, me propuse hacer natación en el club Villa Crespo. El primer día entré al vestuario y mientras me desvestía, un grupo de chicas comenzó a mirarme y a murmurar algo que no llegaba a escuchar, pero por mi experiencia sabía de qué se trataba”, comienza.

Debatían acerca de si yo era mujer o varón, hasta que una fue a avisarle a alguien de afuera y llegó una señora que me increpó, preguntándome, para que le confirmara qué era yo y por qué estaba en un baño de mujeres intentando ponerme una malla. Se armó tanto alboroto que me vestí llorando, me fui a mi casa y durante mucho tiempo no intenté nadar, pese a que me encanta”, escribió Salomé Wochokolosky.

El ombligo siempre es juzgado. Por mostrarse o por esconderse. Y eso genera inhibición estética y también deportiva, laboral, sexual y creativa. “Juzgan a las mujeres por gordas, putas, gronchas. Por eso, creamos la campaña Hermana Solta, la panza para que las mujeres ocupen lugares y no se dejen intimidar por las críticas”, evalúa Lala Pasquinelli, artista visual y fundadora de Mujeres que no fueron tapa que, en Instagram, tiene 320.000 seguidoras.

La campaña Hermana soltá la panza es uno de los éxitos del verano. Es porque ahora no hay que llegar al verano, sino dejar de juzgar y limitar a los cuerpos que no encajan con el espejo o que se quieren mostrar como quieren sin dejarse vencer, frustrar, echar o absorber por la frustración como molde permanente. Las fotos incentivan a las mujeres a tener sexo con la luz prendida, usar una bikini o hacer ejercicio sin ver como queda, sino qué hace bien o se disfruta.

En Zambullida Salomé Wochokolosky vuelve a ese momento de la infancia donde fue aturdida por las miradas peyorativas en un vestuario de natación: “A partir de ese momento, me limité drásticamente. Evitaba ir a los baños públicos, y si ocurría, muchas veces experimentaba situaciones que me confirmaban que era preferible no entrar, que mi presencia intranquilizaba. Otra alternativa era usar el baño de los varones, aunque no me gustaba”.

Ella no bajó los brazos (y por suerte los usa para nadar y escribir) y relata: “Pese a los varios impedimentos, volví a tener ganas de nadar y me propuse hacerlo. No me voy a esconder más, pensé. Decidí buscar un club cerca de casa. Fui a averiguar y no les presté atención a las miradas, ni a los murmullos, que a veces son constantes. Busqué una malla que me entrara, eso me tomó tiempo porque además de no tener un género definido para los demás, también soy gorda. Si no se me excluye por una cosa, se lo hace por la otra”.

No hay un solo deseo a pedir, pero uno de sus deseos está en Zambullida: “Me gustaría no tener que usar el típico traje de baño de mujer, nunca me sentí a gusto, pero eso ya es demasiado pedir. Al final encontré una bastante deportiva, negra, que tiene en la parte de abajo un short”.

Ella describe: “Cuando me la pongo me siento ridícula, no me gusta para nada, pero creo que tiene que ver con lo que me enseñaron a pensar acerca de mí. Mientras la uso, hago un gran esfuerzo por sentirme bien, muy pocas veces puedo, la mayoría finjo”.

Ya no queremos fingir, ni taparnos, ni ponernos ropa que no nos gusta, ni agradar antes que gozar. Pero las críticas no son inocuas y el racismo y la gordofobia son un límite para comer, vestirse, cantar, disfrutar y disputar poder. Y ese es el punto: que tengamos el poder sobre nuestra vida y que las criticas no nos achiquen el horizonte o tapen los propios deseos.

Brenda Mato es modelo plus size, activista de la diversidad corporal, columnista televisa e impulsora de la ley de talles. En su IG contó lo que le paso a una amiga después de parir: “Fue a comprarse prendas nuevas porque las suyas de antes no le entran. Más o menos chequeó el talle y se acercó a la persona encargada de ventas, quien la miro de arriba abajo y casi en tono burlón le dijo “¿estás segura? mejor te traigo unos tallecitos más”.

Se supone que la maternidad es un mandato. Pero no hay deber ser, sino deseo y ese deseo implica cambios. Las mujeres gestan, dan a luz, dan la teta (o no la dan) y todo eso es más fácil que conseguir un jean que se pueda abrochar sin salir llorando del probador como campo de tortura.

“En un país donde 7 de cada 10 personas tienen problemas para encontrar ropa en su talle, es urgente que quienes se dedican a atención al cliente en indumentaria se capaciten para evitar situaciones de discriminación”, sugiere Brenda Mato.

El cuerpo de las mujeres habla por sí y para las otras. La cantante Mon Laferte se desnudó para denunciar que “en Chile torturan, violan y matan”, con un pañuelo verde en el cuello y las letras escritas entre sus pechos libres, en los Latin Grammy de noviembre del 2019. Es imposible pensar en el cambio político y social de Chile sin su audacia y la de miles de mujeres.

En el 2022, la cantante chilena (residente en México) hizo un recital íntimo brillante con vestido de novia y embarazada y mostró su panza en los nuevos Grammy, en noviembre del 2021, exactamente dos años después, con un redondel que dejaba ver su panza.

No se trata de querer tener hijos o no tenerlos, de ponerse un pañuelo o de mostrar el ombligo, de cargar un embarazo, más kilos que los que marca el parámetro estético o la panza chata, sino de salirse del molde. No importa si son las tetas o el vientre, si se pelea por el aborto legal o por una maternidad deseada y cuidada, lo que molesta son las mujeres que no se callan con su cuerpo, sino que gritan a través de su piel.

Las críticas no son inocuas, buscan hacer diferencia entre las otras y los que se creen que conforman un nosotros que es superior que el aspecto, el cuerpo, el color de la piel y la vestimenta de quienes critican. La palabra groncha, más allá de la intención de quien la dice, marca una distinción entre las señoras con clase y las que no pueden llegar al estatus de la pasarela de las aceptadas.

La palabra groncha tiene una clara connotación racista. En el diccionario se define que tiene un uso colonial y claramente despectivo en Argentina. “Que es vulgar y ordinario, o carece de modales debido a su baja condición social”. La baja condición social es ser pobre y ser pobre no es por azar, sorteo o falta de mérito, sino, generalmente, por descender de los barcos que trajeron a los esclavos/as y por tener orígenes que no necesitaron cruzar mares, sino que eran de quienes habitaban el suelo que hoy consideramos Argentina antes que alguien osara con descubrir donde vivían los que ya vivían.

Probablemente salga del uso lunfardo de la palabra “negroncho”. La utilización de la palabra groncha para decir que una mujer no se viste bien, que no está a la altura de un evento social o que su vestido no es adecuado para un casamiento, sí es despectivo y tiene el racismo de considerar que lo que no llega a calificar de blancura -como hegemonía estética- es, por lo tanto, inferior y debe ser subordinado.

En 2012 Alexander Caniggia había dicho, en la revista Caras, en un cotorreo de posición de nuevo rico, apología del caviar (contra la mortadela), marquerismo (para reafirmar una identidad que necesita ser ostentada porque no se porta con naturalidad), gordofobia y transfobia: “Para que me guste una chica tiene que ser simpática, guapa, jamás saldría con una ‘groncha’ (sic). Si no es tan linda, pero es muy buena persona, también me atrae. Me encanta que una mujer sea flaca, gorda no me gusta. Y preferiría que no tuviera las ‘lolas’ tan grandes, sino parecería un travesti”.

Ser o no ser no es la cuestión, sino parecer. Y –hoy- postear para ser. Ser groncha es un signo despectivo clasista y racista que diferencia a quienes tienen plata y son blancos de quienes son pobres, tienen un origen popular y sus orígenes son afro u originarios. En la Argentina el racismo parece diluído, pero es mucho más fuerte de lo que se asume. La categoría groncha para juzgar a alguien por su ropa lo reafirma.

No es raro que la palabra groncha se suelte para criticar por como va una mujer a un casamiento porque casarse era una forma de ascender socialmente para algunas mujeres (recategorizadas como damas y con honor) o de ratificar la endogamia de clase –el circulo blanco- para quienes no salen del barrio privado amoroso pero aprovechaban el “sí quiero” para mostrar el “sí, puedo” (pagar y ostentar platos, shows y vestuario) del ritual amoroso como escenografía de poder.

El verano también es un termómetro social (y no solo de temperatura). El bronceado se impuso como marca de clase porque diferenciaba a quienes tenían dinero y derecho al descanso (y podían broncearse) y quienes no lograban acceder al mar, a desparramarse en la arena y a tomar sol como sinónimo de estar tirado sin hacer nada y solo esperando los rayos (que ahora sabemos que no son buenos para la piel).

La blancura cambió a bronce como símbolo de status por el descanso. Eso refleja que no se trata del color, ni del calor, sino de la marca de poder de unos sobre otros lo que se intenta ostentar o descalificar cuando se trata despectivamente a una mujer de groncha.

En el mismo sentido, el 12 de enero el ex MasterChef posteó en Instagram: “La costa argentina es una peste... Y me importa un carajo a quien le moleste... El que quiera celeste que le cueste... Yo soy de la high, veraneo en Punta del Este”. Caniggia dice, polemiza y juega el juego que le gusta: provocar.

Aunque parezca una parodia. La narrativa del desprecio es un estilo que salta de la farándula a la política con la reivindicación de lo que parecía que quedaba mal decir y que, en una derecha vintage, vuelve para pararse en un banquito a ser petulante con lo que se tiene y despectivo con lo que no tienen los otros.

Además pretender que las mayorías son la peste -justo en época de pandemia- donde el otro como enemigo aparece visualizado en modo infectado y el libre como el que puede pasear, viajar y contagiar (porque es de la clase pudiente y el que puede, puede). Y demuestra el ABC de quienes pretenden ser ABC1: no es disfrutar de su placer (el veraneo), sino disfrutar de un placer al que los otros tienen vedado acceder.

Si la peste es global la nueva peste es la costa argentina, no es solo un juego de palabras, es una traslación de la responsabilidad, el miedo y el sospechoso de siempre. Si en Pinamar los veraneantes defendieron a un churrero para que no le decomisen la canasta, en Punta del Este Caniggia defendió el elitismo como forma grosera de diferenciarse por el poder adquisitivo. En esa retórica se puede interpretar que “si yo también puedo tener la peste, mejor que la peste seas vos”.

Ahí es donde las mujeres queremos nadar para alejarnos de los prejuicios y que el punto G sea para encontrar placer pero no más para que nos tilden de gronchas, gordas y golosas. Y si nos dicen algo, volvemos a las palabras y a los cuerpos orgullo, porque ya no nos escondemos más.

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