Muerte de Maradona | Ciudad de Dios | Perfil
¿Qué queda del Pelusa en su barrio? La casa sigue en estado casi de abandono, el potrero donde jugaba ya no existe, las calles de tierra están cubiertas de asfalto y el tren que tomaba hasta Puente Alsina hace cuatro años que no funciona. No hay una calle con su nombre ni un club bautizado como Barrilete Cósmico o Diego Eterno. Tampoco un monumento que deslumbre o un altar para llorarlo. Sin embargo, acá está todo. ¿Dónde? En su gente. Los rastros de Maradona se pueden seguir en los que lo veneran, en los que pretenden cobrar por una foto en la puerta de su casa, en los que militan la causa maradoniana, en los que todavía le reclaman que hizo muy poco por ellos y en los que se empeñan en sostener su memoria. Él los puso en el mapa del mundo, ellos lo mantienen vivo. Bienvenidos a Fiorito, la ciudad de Dios.
Los mercaderes del Señor. La piba del kiosco atiende detrás de una reja mientras termina una milanesa. Con amabilidad me entrega la gaseosa y mientras cuenta los billetes del vuelto pregunta:
—¿Vos no sos de acá, no?
—No, soy periodista, vine para hacer una nota en el barrio.
No es necesario darle más detalles. La piba del kiosco sabe que hay un solo motivo por el cual un periodista puede asomar por el barrio. Y no hace falta mencionarlo: en este lado del mundo Maradona está implícito, es un código, una figura omnipresente.
—Entonces tené cuidado, porque acá enfrente te van a querer pedir plata.
Acá enfrente está la cancha de tierra de Estrellas Unidas, un club emblemático de Villa Fiorito. En los 70 se llamaba Estrella Roja y esa camiseta la usó nada menos que Diego cuando todavía no había debutado en la Primera de Argentinos. Ahora el predio está tomado por unos okupas que lo gerenciaron sin pedirles permiso a los dirigentes. La disputa es feroz: los okupas controlan la cancha mientras los viejos directivos resisten la ocupación en la sede, a menos de diez cuadras.
Fiorito, ese lugar en el mundo donde Maradona es universal
Estrellas Unidas debería ser una parada obligada del tour maradoniano. Los paredones están ilustrados con dos murales gigantes. En uno Diego cebollita convive con Diego campeón en el 86 y la leyenda “El potrero de D10S”, y en el otro Diego de espalda le entrega una pelota a Messi, legado que Leo agradece con la frase “Nos deja pero no se va porque el Diego es eterno”. Hay distintas versiones de si jugó o no en esta cancha, lo que sí se sabe es que lo hizo cuando el club todavía se llamaba Estrella Roja y era un potrero que estaba en otro predio, donde ahora hay un asentamiento de viviendas.
En unas horas viejos camaradas me contarán de aquellos partidos que se jugaban por plata, por mucha plata, y del Pelusa, que a los 13 años ya se animaba a desparramar rivales mucho mayores que él. Aseguran que hizo de Estrella Roja un equipo invencible. Pero esas historias vendrán después. Ahora soy un forastero recién llegado. Busco huellas de un muerto ilustre, historias, señales que me ayuden a entenderlo, mientras sigo escuchando con atención los consejos de la piba del kiosco.
—Andá a lo del Goyo.
—¿El Goyo Carrizo, el que lo llevó a los Cebollitas?
—Claro. Vive allá, mirá, pasando la esquina, en esa casa con portón negro.
Tendría que haber vuelto al kiosco para contarle a la piba que el Goyo, otro de los personajes célebres de Fiorito, me confesó que no quiere que le saquen fotos, que prefiere guardarse, tendría que haber vuelto para decirle a la piba que su famoso vecino ya está cansado de hablar del Pelusa.
Villa Maradona. Fiorito es un barrio modesto al borde del Riachuelo, con calles asfaltadas y paredes de ladrillo sin revocar. En los frentes de algunas casas hay carteles de cartón que anuncian emprendimientos: hay pan casero, se hacen arreglos, se vende ropa. Hay también veredas con montañas de escombros y esquinas inundadas porque los desagües están tapados por la basura que descartan los recicladores.
Esta ciudad, de todos modos, está más habitable que en los 60, cuando vivía Diego. Por aquellos años las casas eran de chapa y cartón, la lluvia dejaba zanjones en las calles de tierra y había una sola canilla por cuadra. Ahora hay cloacas y el barrio no huele a agua estancada. Es curioso, pero hay vecinos que parecen añorar aquella época de dos o tres casas por manzana, cuando todo era campo y monte, cuando había una laguna donde el Pelusa iba a cazar ranas.
El propio Maradona contó infinidad de veces las necesidades que padeció su familia cuando vivía en Fiorito. “Yo crecí en un barrio privado… privado de agua, de luz, de teléfono”. Con humor, con ironía, a veces con nostalgia, el Diego jamás renegó de su lugar. “Comíamos carne solamente cuando cobraba papá, todos los 4. Ese día había milanesas, a veces a la napolitana. Esos días eran como Navidad”. Y dijo más: “Cuando mamá tenía que lavar los platos o teníamos que bañarnos, me mandaba a buscar agua a una canilla. Yo llevaba los tachos de aceite de veinte litros y los llenaba. Los ponía en la cocina y mamá nos pasaba el agua por la cara y por el cuerpo, para que estuviéramos bien limpitos”.
Un vecino que nunca se fue de Fiorito le adjudica a Diego la frase “Uno nunca se va de Fiorito”. Vaya uno a saber si alguna vez lo dijo, pero la versión es verosímil. Lo que sí es cierto es que el Maradona que se quedó y que su gente sostiene no es el que la mayoría conoce. Acá es el Pelusa, un código que además funciona como una trampa: si alguien lo llama Diego o Maradona se delata como extranjero. Pero lo más maravilloso es que ninguna de las historias que se cuentan supera las fronteras del barrio. Todo tiene que ver con aquel pibito que la rompía y que un día hasta salió en el programa de Pipo Mancera. Lo que vino después es ajeno, corresponde a otras geografías.
Desgarrador posteo de Gianinna Maradona a días del primer aniversario de la muerte de Diego
Están los que jugaron, los que dicen que jugaron, los que lo iban a ver al potrero, los que compartieron un asado, los que le contaron y los que vivían enfrente de una tía segunda por el lado materno. Las historias se cruzan, se enciman, compiten, pero se empeñan en eso de negar la era pos-Fiorito. Acá no hay Boca, Barcelona ni Nápoli, no hay goles a los ingleses ni Mundial de Sudáfrica, no existen Coppola ni la Claudia. El universo maradoniano es el propio. Acá el Diego es inmaculado, habla de corrido y su único exceso es con la pelota. Y acá tampoco hubo 25 de noviembre de 2020. Como en ningún otro lugar del mundo, en Fiorito es literal: Pelusa no murió.
Fútbol, truco y cumbia. La sede de Estrellas Unidas es modesta, como todo en Fiorito. Un salón con cuatro mesas, algunas sillas y un mostrador. Sobre una pared cuelga un tesoro: la foto enmarcada del Pelusa con la camiseta blanca y la estrella roja en el pecho. El Diego vestido con los colores de su primer amor.
Es la misma camiseta que le pintaron en el mural que inauguraron el último 30 de octubre. Ilustra el frente de la sede y el Diego tiene la pose y la mirada desafiante del 86 pero con la casaca de Estrella Roja. Ese día también hubo festejo por el cumpleaños número 61. El salón se llenó de vecinos para comer un asado, bailar y cantar a los gritos La mano de Dios.
Algunas semanas después de la celebración, cinco miembros de la comisión directiva del club me reciben para evocar a su mesías. Juntan las mesas, destapan una Coca y arrancan con una ráfaga de esos momentos que ya son parte de sus vidas.
–Jugaba hasta que se hacía de noche y la canchita no tenía luz, pero él seguía, seguía, no se veía nada y él quería seguir jugando.
–Un día vino a buscarlo el rengo Cyterszpiler en un Falcon. El Pelusa ya jugaba en la Primera de Argentinos y lo encontró acá, en el potrero. ¡Se puso como loco el rengo!
–Otro que anduvo por acá fue Tyson. Vino hace unos años para conocer el lugar donde había nacido Maradona. Apareció con dos monos, dio unas vueltas y se fue.
–¿Tyson con guardaespaldas? Es curioso...
–Acá en Fiorito le cabe a cualquiera.
Los muchachos se sueltan, tienen ganas de hablar, de contar, de compartir lo vieron, lo que saben, lo que les contaron. Y prometen que no quieren agrandar el mito, que pretenden contar “la verdad”.
–Mirá, para serte sincero, acá hay gente que no lo quiere al Pelusa.
–Es que algunos se fijan más en su vida privada.
–Se quejan de que no volvió o que hizo poco por la gente de acá.
–¡Como si tuviera la obligación de hacerlo!
–Pero ojo que hizo mucho, lo que pasa es que no lo saben o no se enteran.
–Contá lo de las entradas.
–Ah, sí, fue cuando era técnico de la Selección y tenían que jugar el partido con Perú para clasificar al Mundial. Conseguir entradas era imposible entonces unos muchachos de acá fueron hasta Ezeiza y le pidieron al Pelusa si les podía dar algunas entradas para la gente de acá y el Pelusa les dio como quince, pero los turros vinieron y las vendieron.
–Y él lo supo, tiempo después nos enteramos de que lo supo.
–¿Cómo era eso de los partidos por apuestas?
–¡Se mataban!
–Dos equipos se desafiaban mano a mano, eran dos partidos, uno en cada cancha. Había mucha guita en juego.
–Algunos se jugaban el sueldo.
–Acá en Estrella Roja también jugaba Chitoro, era 9. No era un gran equipo ese, pero cuando empezó a jugar el Pelusa fue imbatible. Tenía 13, 14 años y los volvía locos.
–A veces jugaba abajo, se ponía de 6. Decía que era para tener más panorama de la cancha.
–Lo que pasa es que acá siempre hubo buenos jugadores, salen de abajo de las baldosas.
–Chirola Yazalde…
–Fiorito es fútbol, truco y cumbia.
–... el Turco García…
–Una vuelta me acuerdo le preguntaron al Pelusa cuando ya estaba en Europa cuál había sido el arquero más difícil que tuvo que enfrentar y nombró a Santín.
–¡Santín! Cuando se lo cruzaba al Pelusa le decía “che, matungo, vení, pateame unos penales, te hago una apuesta”. ¡Qué personaje!
–Vive Santín, el otro día lo vi por la estación, en la mochila lleva una foto que se sacó con el Pelusa.
La avalancha de historias se toma un recreo. Cada uno aportó lo suyo, cada uno expuso a su Diego. José Salazar es el protesorero del club, tiene unos años más que el Pelusa y lo llaman “el prócer” porque es el que más cerca estuvo en aquellos años. Armando Mansilla es vocal, luce el escudo de Boca en la remera y también compartió momentos maradonianos. Daniel Alomo, otro vocal de la CD, tiene unos años menos, un tatuaje en el antebrazo con el 10 en la Selección y casi pide disculpas porque los recuerdos que aporta son prestados.
Les pregunto si me pueden acompañar a Azamor 523, la casa donde empezó todo. Está acá nomás, a la vuelta. Pero me alertan: antes hay que hacer un mínimo trabajo de inteligencia. Y me explican: doña Tota le dejó la casa a Mari, una mujer que había trabajado con ella, pero hace un tiempo Mari se fue y se quedó Cambá, su marido, con el hijo. Y resulta que el hijo pretende cobrarles a los que se acercan para sacarse una foto. Al muchacho le adjudican la frase “Acá todo el mundo gana guita con Maradona menos yo”.
–El otro día a un vecino de acá le quiso cobrar 5 lucas.
–A mí me contaron que cobra 7.
Lo cierto es que hay que esperar el momento exacto en que el recaudador no esté. El momento, anuncia Claudio Villarruel, el secretario general del club, es ahora. Allá vamos, nos espera la cuna de Dios.
Casa tomada. Hay una foto muy conocida del Diego: está en el frente de su casa, apoyado sobre el alambrado, con los rulos largos como los usó buena parte de los 80. En esa foto la casa está prolija, con el frente liberado, el pasto cortado y el caminito de cemento que lleva hasta la puerta de entrada despejado.
La reconstrucción que hicieron en Sueño bendito, el documental de Amazon, es muy buena. Los techos de chapa que goteaban los días de lluvia, el piso de tierra, una cocina y dos dormitorios, uno para los padres y el otro para los ocho hermanos. “Pero no es real que el Pelusa andaba por los pasillos de la villa, porque acá no había pasillos, era todo descampado”, corrige Claudio Villarruel.
Esa casa, la más famosa de Fiorito, hoy cuesta reconocerla. Un árbol sin podar invadió el cerco de adelante, y una mesa de plástico desvencijada y una montaña de escombros le dan cierto aspecto de abandono. Del alambrado cuelga una bandera de Argentina con la leyenda “D10S” escrita con un fibrón negro. No hay nada que señale quién vivió acá. Una plaqueta metálica, mínima, que fue colocada el 24 de diciembre de 2020, ofrece una pista: “Gracias por haber jugado al fútbol. Los pibes de Versailles”. Desde la vereda apenas se distingue el mural que pintaron sobre el frente de la casa el día que falleció.
Maradona y el aniversario de un “Diego desde adentro”
Claudio Villarruel golpea las manos. Asoma Cambá, se acerca con paso lento. El dirigente de Estrellas Unidas le dice que está con unos periodistas, que son amigos, que solo quieren sacar unas fotos. Cambá ni responde: asiente con la cabeza y vuelve a entrar. Con la autorización del dueño de casa y sin el recaudador a la vista arranca la ronda de fotos. Nadie se resiste a posar en el pesebre.
Esta es la casa de los sueños. Del sueño del Pelusa, en realidad. El pibe fatigaba este mismo barro con un único par de zapatillas, sin una Coca en la mesa y sin bicicletas los 6 de enero. No es difícil imaginar lo que alguna vez confesó: “Soñaba con comer. No era fácil”. Tenía otra ilusión, se sabe, la de ganar un Mundial, esa fantasía en blanco y negro que quedó grabada en la memoria colectiva. Pero el de la Copa del Mundo era un sueño lejano, el pibe que vivía en esta casa tenía otra urgencia: un plato con algo de carne.
Un año. El 25 de noviembre de 2020 esta ciudad quedó huérfana. Pero nadie esperó que el tipo resucitara al tercer día. Esto no es Nápoles, La Paternal ni Dubai. Acá en Fiorito el Pelusa es un dios terrenal que deslumbró al mundo con milagros que los vecinos ya habían descubierto quince años antes.
Fiorito no se abandona de la misma manera de la que se llega. El Pelusa atraviesa cualquier idea o prejuicio que se podía tener de Maradona. Para hablar del Diego debería ser obligatorio conocer su barrio. Acá está todo. Fiorito lo explica.
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