Es oficial: la estética de la primera década del 2000 está de vuelta este otoño

Es oficial: la estética de la primera década del 2000 está de vuelta este otoño

Análisis
Un estilo que, en origen, refiere frivolidad y exceso, pero que hoy se entiende como exaltación personal defendida por una nostalgia vacía de significado. El cacareado revival Y2K se cuela así en las colecciones de este otoño-invierno, libre de la problemática sociocultural que le hizo la vida imposible a muchas mujeres en su momento y avalado por el discurso generacional de unos diseñadores que apelan a las heroínas del pop de su juventud, y reivindican su reparación pública

Por Rafa Rodríguez

Este tema fue publicado en el número de septiembre del 2021 de Vogue España

En noviembre hará justo 15 años. Un aniversario que no puede ser como los demás, tampoco para la moda. Porque este es el momento: quienes quedaron marcados por aquella sucesión de traumáticos acontecimientos acaban de sobrepasar la treintena y están en disposición de reclamar venganza. Una generación que, sobre todo por lo que les toca a las mujeres que entonces apenas despertaban a la adolescencia, arrastra una brutal carga emocional, definida por el papel didáctico que jugaron en su formación/educación sentimental las celebridades femeninas de los primeros años 2000. O por la mucho menos edificante imagen que de aquellas ‘princesas del pop’ se proyectaba en los medios, más bien. La mofa a propósito de sus comportamientos. El escarnio de sus cuerpos. La crueldad gratuita al señalar sus miserias. La misoginia galopante. Todo resumido en ese titular en la portada del New York Post, a página completa, fechado para los anales el 29 de noviembre de 2006: Bimbo Summit, Paris (Hilton), Britney (Spears) y Lindsay (Lohan) volviendo de fiesta por el strip angelino, el encuentro en la cumbre de las tontas del bote.

Se ha dicho que la del 2000 es la década olvidada del feminismo. Diez años a costa de la integridad física y mental de la mujer. Los del sexo, mentiras y cintas de vídeo grabadas impunemente con cámara oculta por hombres, a jalear y compartir en Internet por otros hombres. Los de las jaurías de fotógrafos buscando en un renuncio las bragas –o la ausencia de ellas– cada vez que una salía del coche sin poder tirar de minifalda. Los de la humillación continuada por el motivo más nimio al calor de la naciente narrativa bloguera, de TMZ a Just Jared, pasando por Perez Hilton. Bajo la lupa escrutadora de los tabloides que se subieron al carro con la excusa de la evasión post 11-S y las webs de cotilleos creadas ex profeso, las jóvenes celebridades de la época pasaron a ser Nicole (Richie) la anoréxica, Mischa (Barton) la porrera y, claro, Paris la fiestera, Britney la loca y Lindsay la borracha, en una ceremonia de lapidación pública a la que todo el mundo estaba invitado. “Esa manera de relatar la fama a través de la cultura pop nos ha ayudado a definir quiénes somos hoy y qué nos importa como sociedad”, expone Jude Ellison Sady Doyle. El escritor trans estadounidense –aunque se identifica también como persona no binaria–, autor del blog Tiger Beatdown entre 2008 y 2013 y activista feminista, da cuenta de todo ello en Trainwreck:The Women We Love to Hate, Mock and Fear... and Why (Melville House, 2016), libro de referencia para comprender la mitología del ‘pendón desorejado’ al que alude el título en argot misógino. “Este tipo de narraciones nos proporcionaron una perspectiva colectiva a la hora de enfrentarnos al comportamiento de los demás, para decidir quién parece ‘mala persona’ y quién ‘buena’. Un juicio particularmente duro por lo que respecta a las mujeres, a las que siempre se ha medido con una vara de crueldad mucho mayor”, continúa. En efecto: si la intérprete de Toxic terminó descarrilando no fue por afearle su gusto a la hora de combinar chándales de terciopelo, botas de esquilador australiano y gorras maximalistas. O no solo. Para el caso, aquí estamos de nuevo, clamando #FreeBritney mientras asistimos al regreso de Juicy Couture, Ugg y Von Dutch.

Lo sorprendente del asunto es comprobar que quienes han espoleado la actual catarsis ético-estética Y2K (el 2000, en lenguaje sms; los noughties, que dicen en inglés) son en realidad los miembros de la generación posterior, esa muchachada zeta que, en otro ejercicio de ‘anemoia’, padece nostalgia fantasma de un tiempo que no vivió. O del que no se enteró. Hay una idealización romanticona sobre la época cuajando en las redes ahora mismo que, en principio, es para hacérselo ver. De ahí la pregunta incrédula que surge entre las treintañeras que no pueden evitar mirar atrás con una mezcla de ira, vergüenza y hasta dolor. ¿Pero cómo es posible que jóvenes tan sensibles en materia de diversidad, inclusión y derechos civiles celebren un momento social y culturalmente problemático, cuando no directamente nefasto? Ojo, porque la respuesta también trae sorpresa. Resulta que semejante revival debe entenderse como reparación. Una lectura revisionista de la década en la que llamar gorda, drogata o zorrón a una chica, según tildaban los titulares amarillistas a sus presas famosas, definía las relaciones sociales (ver: Chicas malas, la película en la que Lindsay Lohan alcanzó la mayoría de edad, en 2004, hoy título de culto no solo LGTBIQ+). De hecho, un término peyorativo como ‘bimbo’, aplicable a la tía buena pero corta de luces, frívola y de actitud inconsciente, ya está en proceso de reapropiación en positivo por no pocas usuarias de Instagram y Tumblr. Por eso mismo, tampoco tienen reparos en reivindicar un estilo que disocian sin miramientos del terrorífico significado que puedan darle sus hermanas mayores. “No pasa nada porque quieras vestir como las celebridades que veías de niña, cuando ni siquiera eras consciente de lo que suponía aquella ropa o la problemática asociada a ella”, concedía en i-D hace un par de años Andi Zeisler, cofundadora y directora de la plataforma editorial feminista Bitch Media, que lleva exponiendo el tratamiento de la cultura pop en los medios generalistas desde 1996: “Que la sociedad haya despertado y ganado en conciencia y empatía no quiere decir que debas ir por ahí soltando tus ‘bombas de verdad' a los demás. Dejar ciertas cosas atrás también es bueno”.

Es oficial: la estética de la primera década del 2000 está de vuelta este otoño

Libre de pecado y mancha, el estilismo de princesa del pop ‘dosmilera’ vuelve así por sus fueros. Un camino además allanado por las propias interesadas, decididas por fin a tomar el control de sus imágenes y, de paso, de sus vidas. El pasado mayo, la mismísima Paris Hilton desmontaba vía reel de Instagram uno de sus episodios indumentarios más vilipendiados, el de la camiseta con la leyenda Stop Being Poor: un burdo montaje de Photoshop que sustituyó en una instantánea de paparazzi el Desperate original (‘Deja de estar desesperada’, se leía en realidad en la prenda, perteneciente a la primera colección de Chick, marca de su hermana Nicky) por el insultante Poor (‘Deja de ser pobre’, eslogan con el que se pretendía hacer presunto escarnio-denuncia de sus muy aireados excesos). A partir de ahí, las búsquedas relativas a su proverbial look se dispararon en The Lyst: tops de cuero (hasta un 22 por ciento), sandalias de tacón (más de un 13 por ciento), bolsos micro (19 por ciento)... La plataforma global de compra de moda online también acusaba en las últimas semanas un creciente interés por piezas similares e incluso complementos bling-bling en los rastreos de las colecciones otoñales. No será porque no haya donde elegir. “¡Más sucia, descarada y sexy!”, exclama Nicola Brognono a propósito de su propuesta en Blumarine. Calabrés, nacido en 1990, el año pasado fue designado director creativo de la enseña fundada por Anna Molinari para subvertir y renovar su impronta de romanticismo ñoño. Y, sí, es fan confeso de las que denomina sus “heroínas de juventud”: los vaqueros de cintura bajísima, bien apretados y llenos de cristales son puro Britney; las chaquetas cortas de piel en colores golosina y los bustier ombligueros, dignos de Xtina (Aguilera); los minivestidos drapeados, una oda a Lindsay. Sus herederas, las Dua Lipa, Ariana Grande y Rihanna de hoy, ya han hecho sus pedidos.

Directamente de los clubes nocturnos de West Hollywood sale igualmente el otoño/ invierno de Roberto Cavalli. La firma italiana también está de reposicionamiento comercial, con Fausto Puglisi a los mandos, que no esconde la inspiración californiana de su estrategia. Aunque tampoco es que no estuviéramos sobre aviso: hace un año, Kim Kardashian ya se exhibía con el vestido estampado con la cara de un tigre que luciera en la pasarela Cindy Crawford en 2002; este junio, se la vio con un conjunto de sujetador y pantalón de cuero de 2004, señal de que Cavalli vuelve a contar para la moda. Las pistas, en fin, aparecen por doquier, del inclusivo LaQuan Smith al Mugler millennial de Casey Cadwallader, de DSquared2 a Peter Dundas, de Chanel –esas minis, esas botas après-ski– a Tom Ford –revalidando su erótica Gucci de los primeros 2000–, de Telfar colaborando con Ugg a Glenn Martens aliándose con Fila, de Anthony Vaccarello inevitablemente rock en Saint Laurent a Guram Gvasalia en la remontada Vetements. “Me gustan los cuentos de hadas y la estabilidad financiera”, se lee en una camiseta rosa de la firma que ahora lidera en solitario el hermano de Demna. “Ser una chica rica sigue siendo algo aspiracional”, informa Bruno Sialelli, 34 años, encargado de levantar Lanvin. En el vídeo de introducción a la temporada suena Rich Girl, el himno de Gwen Stefani de 2004, mientras Paloma Elsesser y Sora Choi desparraman en una suite de lujo rodeadas de bolsas de la casa francesa. Ahí, bien de exceso otra vez. Cómo estará la cosa que incluso hay un repunte en la logomanía, revisada por Versace, Givenchy, Valentino, Gucci o Fendi (su baguette, posiblemente el primer it bag de este milenio y uno de los favoritos de Paris, se cotiza como nunca). Y bling-bling de cristales y metalizados para dar y tomar, qué importa si se ha hecho de día tras la noche de fiesta.

Por supuesto: tanto como el discurso generacional de unos creadores que crecieron bajo la influencia del culto pop a la celebridad, en esta temporada otoño/invierno 2021-22 hay que leer por ende la fatiga pandémica y las ganas de comerse la calle, socializar y darlo todo en la pista de baile. Anhelo de máxima urgencia juvenil al que da respuesta precisamente la nostalgia Y2K. Un resurgir que también hay que entender no en términos de recreación exacta de la imagen de una época concreta, sino antes como pastiche estético que refleja nuestras necesidades actuales. “En un momento como este, todos buscamos la alegría donde se pueda”, apunta Brognano. Hasta Miuccia Prada y Raf Simons abrazan la opulencia ante la situación. “Es una escalada de optimismo”, dicen de su colección conjunta, cuya presentación terminaba con las modelos bailando techno (igual que en la versión masculina).

Nunca ha sido Prada una etiqueta de princesa del pop, pero esta entrega bien podría interpretarse como su versión adulta y conceptual, en la que no faltan los catsuits, las lentejuelas y cierto deje de nightclub. Conste, por otro lado, que más o menos ‘dosmileras’ estas colecciones atienden de igual forma a los parámetros de confort, funcionalidad y sostenibilidad establecidos para el vestir actual. Lo que no hacen, eso sí, es sentar cátedra en bloque o pretender transcender con uniformidad. Lo mismo nos están diciendo que nos pongamos a cubierto (véase el despliegue de mantos y mantas, siluetas cocoon y acolchados, que viene el invierno, oiga) que nos destapemos con frivolidad (los crop tops, los boleros y las toreras también son para el frío); que nos sumerjamos en negro y que explotemos de color; que le demos al maxi, o al midi, o al mini, o al micro, que vistamos con la cabeza o mejor que nos volvamos locos. Lo único que queda claro es que la moda, como industria, sabe perfectamente dónde está hoy el dinero. Y a quién y cómo debe dirigirse para encarar su ansiada recuperación económica.

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