La vienesa 'dura y seca' que fue feliz entre caníbales

La vienesa 'dura y seca' que fue feliz entre caníbales

Hay personas tan complejas que una única definición no las abarca. Les pondré un ejemplo. Si les hablo de una mujer que, con 45 años, abandona el papel de ama de casa y las obligaciones domésticas, y se lanza a viajar sola por el mundo, tal vez despierte su curiosidad, sobre todo cuando sepan que lo hizo durante el gazmoño siglo XIX. En cambio si les menciono a una persona gruñona, antipática, que solo ve defectos en los demás y desconfía de cualquier cultura que no sea la propia, es posible que frunzan el ceño. Todo eso describe a Ida Laura Reyer (1797-1858), la exploradora vienesa, a quien normalmente se menciona por su nombre de casada: Ida Pfeiffer.

Esta extravagante madre de familia dio dos vueltas al mundo, visitó multitud de países, fue la primera europea que exploró el interior de Borneo, se entrometió en las algaradas xenófobas de China, recorrió el norte de la India siguiendo el curso del río Ganges, atravesó Asia Central en caravana y publicó diversos libros de viajes que contaron con millones de lectores. ¿La imaginan con pantalones anchos, chalecos llenos de bolsillos, o disfrazada para pasar desapercibida? Ni por asomo, nunca se despojó de sus encorsetados vestidos negros con miriñaques ni de la cofia, signos de recato y honorabilidad.

Las crónicas la mencionan bajita, huesuda y con permanente cara de enfado

Las crónicas la mencionan bajita, huesuda, con permanente cara de enfado, dispuesta a reprender a quien se le pusiera por delante. Les extracto algunos comentarios procedentes de sus diarios. Sobre las balinesas escribió que estaban «deformadas por una larga mandíbula prominente y una enorme boca». De los malgaches, que «aúnan los rasgos más horrendos de los negros y los malayos». A los pueblos andinos les afeó su actitud ante la vida: «Aun peor que la fealdad es su pereza». Sobre los polinesios: «Sus bailes son los más indecentes que he visto. En ellos solo encontré sensualidad, ninguna pasión noble y elevada». Como ven, fue más bien severa en sus valoraciones.

También acusó de mentirosos a los europeos que la precedieron porque habían elogiado «músicas sin melodía» o «coreografías casi inmóviles». Como colofón, concluye: «El europeo se deja encandilar por esas bellezas macizas, negras o de un marrón sucio, que más se parecen a monos que a mujeres». Ida Pfeiffer nunca albergó la menor duda de pertenecer a la única civilización digna de ese nombre: la vienesa.

Claro que esa no es toda la verdad. Permítanme que introduzca un poco de contexto.

Ida Laure nació en una familia burguesa más bien rarita. Tuvo seis hermanos, todos varones. Su padre, comerciante, fue un tipo autoritario con un visión sádica de la pedagogía: pretendía que sus hijos controlasen los deseos y la frustración. Para conseguirlo, los educó como sufridos soldados, mal abrigados, poco alimentados, sin juguetes ni afecto. Paradójicamente, Ida añoraría siempre aquella época espartana.

En 1806, cuando ella tiene 9 años, su padre muere. Las cosas podían mejorar entonces, pero ella se rebela contra su madre y, de paso, abomina de todas las mujeres. Se consagra a la práctica de deportes violentos, incluso se quema las yemas de los dedos para que no la obliguen a tocar el piano, una actividad que considera poco viril. Rechaza la femineidad.

Durante 12 años, mientras sus dos hijos se forman, se consagra al aprendizaje de la geografía en secreto

Las cosas cambian cuando su madre contrata a un preceptor. «Fue la primera persona buena y afable conmigo. Me aferré a él con una especie de pasión. Incluso aprendí a coser o cocinar», admite. La madre le presenta pretendientes, ella los rechaza. Finalmente confiesa sus sentimientos, pero mamá prohíbe cualquier relación con el joven, a quien considera insuficiente para Ida. Amaestrada en la obediencia, ella acata.

Acata tanto, que acepta como esposo a un candidato materno, el abogado Mark Anton Pfeiffer, 24 años mayor. Eso sí, descarten cualquier veleidad pasional. El mayor elogio que le concede es que «me parece un hombre razonable y muy bien educado». Se casan el 1 de mayo de 1820. Desde el primer momento, Ida se transforma en un ama de casa tan meticulosa como anodina, que educa a los hijos con mano dura.

La situación empeora cuando un escándalo de corrupción deja a los Pfeiffer en la ruina. El matrimonio liquida sus propiedades, despide al servicio... Se avecinan 18 largos años de penalidades que Ida gestiona con fría eficiencia.

En medio de ese yermo cotidiano, sucede un hecho trascendental: Ida descubre el mar. Ocurre en Trieste, donde admira los grandes veleros que van y vienen desde Oriente. Ida fantasea. Los siguientes doce años, mientras sus dos hijos estudian y se forman, ella se consagra al aprendizaje de la geografía en secreto. Memoriza los nombres de ríos y cordilleras, estudia líneas marítimas, se informa sobre fronteras... Imaginen la perplejidad de su familia cuando, un día cualquiera, comunica que los deja y se larga sin dinero ni compañía. El 22 de marzo de 1842 emprende el vuelo; si os he visto, no me acuerdo.

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El tópico afirma que los viajes abren la mente. Silencia que viajamos con nuestros prejuicios a cuestas. Ida, además, lo hace con mentalidad de hormiguita, aplica el método y la disciplina del ama de casa pobre para llegar a final de mes. Prepara cada trayecto con minuciosidad, pretende ver lo máximo y gastar lo mínimo. Nunca equivoca los cálculos.

No duda en gorronear a quienes se cruzan en su camino. Aprende a conseguir cartas de recomendación dirigidas a familias europeas. Si la acogen con generosidad, los trata bien en su diario. Si no es así, los pone de vuelta y media. Durante esta primera vuelta al mundo, sus valoraciones no preocupan. No sucede lo mismo después: sus leidísimos libros dejan en una posición ingrata a más de uno. Temen sus invectivas. A su manera, deviene prescriptora, se adelanta a las guías de viajes; o extorsionadora, como prefieran,

En Mesopotamia explora las ruinas de Babilonia y Nínive, infestadas de bandidos

Si las recomendaciones no funcionan, duerme en albergues, caballerizas o al aire libre, donde haga falta. A bordo de barcos, en cubierta. Cuando puede comer gratis, se hincha. Si no, pasa con casi nada. Combate el frío y el calor como el hambre: soportándolos. Sus libros también evaluarán la comodidad de los navíos y la generosidad de sus capitanes.

En Río de Janeiro, un enajenado la hiere con un cuchillo, mientras ella se defiende a paraguazos. Luego dobla el cabo de Hornos rumbo a Chile, visita Tahití, Macao, Hong Kong y Cantón, donde la tirotean por extranjera, explora la India, cuyas élites la agasajan e invitan a cacerías de tigres. No todo es jauja, también recorre largas distancias sobre carretas tiradas por bueyes. Durante su estancia en Mesopotamia explora las ruinas de Babilonia y Nínive, infestadas de bandidos.

En el Kurdistán da otra muestra de su carácter: «Una niña de siete años era muy mal educada. Cuando no le daban lo que pedía, se echaba al suelo y gritaba de una manera espantosa. Yo traté de hacerle comprender que su comportamiento era inadecuado. Lo conseguí. (...) Tuve el mismo éxito con las mujeres. Después de señalarles sus vestidos desgarrados, fui a buscar hilo y les enseñé a coser». Cuando no le hacen caso, se enfada. A los niños incluso les pega. Atribuye sus pequeñas victorias a la firmeza y la sangre fría. Probablemente intervenga también la divertida perplejidad de sus anfitriones.

Finalmente regresa a Viena en noviembre de 1848, después de visitar el Cáucaso, Estambul y Atenas. En 1850 publica Viaje de una mujer alrededor del mundo (Barrabés Editorial, 2006), la crónica de su aventura.

En 1851 emprende su segunda vuelta al mundo en solitario

Ustedes pensarán que, a su edad y con tan mala opinión sobre el resto del mundo, se dará por satisfecha y dedicará lo que le quede de vida a las mecedoras, los braseros y los gatos. No conocen suficientemente a Ida Pfeiffer: en 1851 emprende su segunda vuelta al mundo en solitario.

Esta vez ya es una celebridad. Las compañías ferroviarias y navieras le regalan billetes y pasajes. Empieza el periplo en Sudáfrica, desde donde se traslada a Singapur, y de allí, a Borneo, una isla más extensa que Francia. Ha oído que uno de sus territorios, Sarawak, lo gobierna un inglés llamado James Brooke, y que allí hay más monos que hombres. Es una suerte, porque los nativos tienen la desconsiderada costumbre de cortar las cabezas de sus enemigos y colgarlas en las paredes de las cabañas. Brooke se comporta allí como un jefe de Estado: dicta leyes, imparte justicia... Sus descendientes, por cierto, administraron Sarawak más de cien años, se les conoció como los rajás blancos.

En Sarawak, Pfeiffer oye leyendas sobre la cultura dayak, los temidos cazadores de cabezas. Acude en su busca, acaso impulsada por el morbo. La primera comunidad que encuentra le transmite una mala impresión: según ella, son sucios, feos, van desnudos, se despiojan como los monos, conviven con cerdos... Para colmo, la choza del jefe exhibe 36 cráneos.

Sin embargo, poco a poco la valoración mejora. Sus notas empiezan a consignar que también son amables sin ser pesados, se muestran honestos y serviciales... La ayudan a recoger insectos para sus colecciones sin pedir recompensas ni regalos a cambio. Y no roban. Es cierto que las mujeres van desnudas, pero no son concupiscentes. Además trabajan todo el día, un hábito que ella valora.

Deseosa de profundizar en esa cultura, emprende un viaje en un velero acompañada por un guía. Remontan el río Secaran, visitan los pueblos asentados en sus orillas. El séquito aumenta pronto. Sustituye la barquita por una canoa impulsada por diez remeros. De noche duerme en las cabañas de las aldeas, rodeada de indígenas y de calaveras. Pretende escalar las montañas, atravesar la divisoria de aguas y luego descender el río Kapuas hasta el puerto neerlandés de Pontianak, en el oeste de la isla.

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Ida Pfeiffer permanece 6 meses en Borneo, será su estancia más larga. Luego visita Java y Sumatra, también en el archipiélago indonesio, donde los batak acaban de devorar a dos misioneros. Son antropófagos. Las autoridades coloniales le ruegan que no se adentre en el territorio, ningún europeo salió vivo de allí. Ella tiene miedo, pero su testarudez es más fuerte. Astuta, aprende a chapurrear una frase en lengua local: «No os vais a comer a una mujer vieja como yo, con la carne dura y seca». Los feroces caníbales se tronchan al oírla. Pasa otros tres meses felices en Sumatra.

Desde allí recorre las islas Molucas y cruza el Pacífico hasta California, adonde llega en septiembre de 1853. Conoce la fiebre del oro de primera mano. Luego recorre América del Sur y, nuevamente, América del Norte. Visita los mercados de esclavos de Nueva Orleans, explora los Grandes Lagos, admira las cataratas del río Niágara... Durante noviembre de 1854 desembarca en Londres, desde donde regresa a Viena.

En Madagascar, engatusada, se involucra en un golpe de Estado que pretende deponer a la reina Ranavalona I

En 1856, publicó los cuatro volúmenes de su diario de este viaje. Lo titula Mi segunda vuelta al mundo (no traducido al castellano). Su popularidad ya es inmensa.

Aún le quedan ánimos para hacer un último viaje a Mauricio y Madagascar en mayo de ese año. En la segunda isla vive su peor experiencia. Engatusada por agentes franceses, se involucra en un golpe de Estado que pretende deponer a la reina Ranavalona I. La buena fe la pierde. Advertida de la conjura, la soberana expulsa a todos los conspiradores, también a Ida Pfeiffer. El camino hacia la costa se demora 53 días a través de un territorio pantanoso, bajo la lluvia, sin ropa de recambio. Ida enferma de malaria, sufre alucinaciones provocadas por la fiebre... Solo anhela llegar a Viena.

Nunca se repondrá. Sobre todo porque la malaria se complica con un cáncer de hígado incurable. Las últimas semanas las pasa narcotizada, necesita opio para que el dolor sea soportable. Muere el 28 de octubre de 1858. Sus hijos publicaron las memorias de ese viaje en 1861 de manera póstuma.

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