Así viví mi tercer embarazo a los 42 años
El embarazo de María José Campanario ha reavivado, de nuevo, el debate sobre los embarazos a partir de los 40 años. Yo también me quedé embarazada de manera inesperada (que no es lo mismo que no deseada) de mi tercer hijo (Jomío, lo llamo cariñosamente). Y fue con 42, aunque el feliz acontecimiento sucedió, estando yo ya en los 43. Me gustaría preguntarle a la mujer del torero. Ignoro si se puso a llorar o a reír cuando se enteró. Yo ambas cosas. Y no paraba de decir, ya ves tú, “¡pero si mis hijas ya saben subirse solas al coche y abrocharse el cinturón de seguridad sin ayuda!”. Ya ves, lo primero que me vino a la cabeza no fue el incremento de gastos de pasar de dos a tres, ni en lo positivo, pensar en una nueva vida. No. Me dio por reflexionar en la vuelta a una logística que es terrorífica tenga la criatura la edad que tenga. Volver a la maxicossi, el carrito, más bien armatoste, plegándose y desplegándose en cada salida.
Sin embargo, a todas esas cosas, que en el fondo no son problemas graves, se unía el hecho de la edad. Asusta reflexionar que, al tener 42 años, el riesgo de enfermedades aumenta. Y fue en la revisión de las 12 semanas cuando me llevé el primer susto: en el triple screening -que es una prueba estadística y no diagnóstica-, venían unas cifras que arrojaban una posibilidad alta de que el bebé tuviera síndrome de Down. Creí que se me caía el alma a los pies. Sentí un sentimiento de frío, miedo, y quise ser hija en lugar de madre y lo primero que hice, al salir de la consulta, fue irme a una iglesia a pensar.
No quiero que este artículo sea un recorrido por un embarazo que, finalmente, discurrió con total normalidad. No me quise hacer ninguna prueba diagnóstica y Jomío nació sano y robusto. Al cabo de dos años, empecé a sospechar que tenía rasgos de autismo y, al final, el diagnóstico llegó de la mano de AMITEA del Gregorio Marañón cuando tenía tres años y medio (ahora acaba de cumplir cuatro). Como su autismo es leve y los avances son espectaculares y este artículo no es para, ni mucho menos, desanimar a ninguna madre añosa, contaré lo bueno (y lo menos bueno) de ser madre a los 43 y no primeriza.
Empezaré con las cosas menos buenas. Estás más cansada y si te toca un bebé dormilón, tu salud mental y física mejorarán notablemente a la hora de recuperarte. Durante el embarazo, te “vigilan” más por ser una madre “mayor”, como una especie de dinosaurio. Las ganas de llevarlo al parque descienden considerablemente aunque, en mi caso, jamás existieron. Es inevitable hacer cálculos y pensar que, cuando tu hijo tenga 20 años, tú ya estarás en la jubilación y eso, al menos a mí, me supera, la verdad. Pero es lo que hay.
Ventajas de ser madre más allá de los 40
En primer lugar, todo es ya sabido. Bueno, todo no, prácticamente todo. Los miedos siempre hay aunque ya no tienes los mismos que cuando eras primeriza. Cuando el bebé nace ya sabes cómo manejarte con prácticamente todo. De hecho, simplificas todo de gran manera. Por ejemplo, con mi primera hija compré una cuna ideal; un carrito enorme; una bañera que ocupaba la mitad del cuarto de baño y ropa que jamás le llegué a poner porque calculé de pena cómo iba a ir creciendo y las épocas estivales del año. Tengo fotos de ella con ropa cuatro tallas más grande y otras en la que revienta dentro de un peto. En fin, un desastre. Cuando tienes el segundo, y no te digo el tercero, compras con más calma y te esperas a que nazca y, sobre la marcha, vas reponiendo. Si todo va como esperas, tu nuevo hijo nacerá en verano lo cual te va a simplificar muchísimo todo: bodies fresquitos y ranitas y lo primero, teniendo en cuenta que vives en Cádiz, ni eso.
Quiero contar una anécdota que ahora, al recordarla, me provoca sonrojo y risa. Cuando mi hija mayor tenía 11 meses estábamos de vacaciones en casa de una amiga en Tánger y, repentinamente, le subió la fiebre. Nada del otro mundo más allá de mocos varios. Le di paracetamol aconsejada por mi amiga, madre de tres y con experiencia. También por el pediatra al que llamé, pero que estaba a 1.000 kilómetros. El caso es que la fiebre bajaba, sin embargo, luego volvía a subir. A las 24 horas, agobiadísima, decidí cogerme un ferry y cruzar el estrecho para ir al primer centro de salud que me pillara en Algeciras. El viaje fue una odisea tremenda porque coincidió en pleno ramadán y se rompió el ayuno a la hora en la que el barco tenía que haber zarpado, hecho que generó una cola inmensa y que duró tras horas. Para cuando llegué a España eran ya las 10 de la noche y me atendieron por urgencias. El pediatra, recuerdo, no daba crédito: “Señora, esto es solo un catarro, ¿de verdad ha cruzado para esto?”. Y yo bastante avergonzada, le reconocí que era primeriza. Por supuesto mi amiga no tardó en decirme riéndose: “Si ya te lo dije yo, que eres una exagerada”. Por supuesto, me tuve que buscar un hotel, lo que la broma de no querer confiar en mi instinto, me costó más de 200 euros. Sobra decir que con la segunda y el tercero, pero sobre todo con este último, lo único que hago es mirar en San Google la medida que le corresponde de Apiretal o Dalsy según el peso y listo. Obviamente, si la fiebre no remite en 48 horas sí pido cita con su pediatra. En fin, madres primerizas.
Con el primer hijo estás todo el rato pendiente de comprobar si respira, con el tercero te relajas muchísimo más. En mi caso, además, no pude disfrutar de una baja maternal en condiciones, ya que soy autónoma. Eso sí, podía estar en casa trabajando lo cual simplificó mucho las cosas. Eso y no soltar el pañuelo de porteo, para mí, el megainvento para madres-mujeres-orquesta.
Cuestiones de intendencia de lado, recuerdo que la sensación de seguridad a la hora de atender a mi recién nacido fue inmensamente mayor que con la primera. No tenía dudas ni agobios, pero si había gases. De manera inesperada, me vi con mucha más paciencia con este hijo que con la primera, además de saber calmar los llantos de una manera mucho más “profesional”.
Aunque procuro tener una rutina con él, soy menos estricta a la hora de cumplirla y no me agobio con el tema de las comidas. Salvo en las revisiones con su pediatra, no me obsesioné con la báscula. Ver cómo le iban quedando pequeños los bodies era más que suficiente para saber que estaba creciendo de maravilla.
Ahora, que tiene cuatro años, reconozco que soy más “abuela” que madre con él. Que es el más mimado de la casa, por ser el más pequeño y por ser autista. En general creo que son muchas más las ventajas que los inconvenientes. Me siento mucho más rejuvenecida. Es más, después de dar a luz al tercer, y a pesar de que no engordé nada más que ocho kilos, me puse a dieta y bajé 17. Es decir, me entró una especie de ganas de sentirme de nuevo con 30 años. Ser mamá de un bebé siempre rejuvenece y, no sé si en esto hay una explicación científica (aunque sí de abuelas), lo cierto es que tanto en el embarazo como en el puerperio (que disfruté como el que más), me puse guapísima.
Como es mi primer “chico” estoy disfrutando su mamitis de una manera muy diferente a la que sentí o siento con las niñas, que ya tienen 11 y nueve años.
Poco más que añadir, salvo decir que tener hijos es siempre una bendición. Siento la cursilería, pero así lo siento. Si no fuera porque empecé tarde y los hijos cuestan dinero, hubiera tenido hasta cinco, lo digo en serio. Los bebés son un regalo que la vida nos da y en cada uno de ellos siempre reside la esperanza de mejorar, aunque sea solo un poquito, el mundo. Me encantan los bebés, me parecen los seres humanos más adorables de la tierra, son un ansiolítico maravilloso (menos cuando berrean, claro). Así que, mis mejores deseos de que todo vaya bien y ¡muchas felicidades!
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